Los avances conseguidos son muchos y debemos apropiárnoslos, reconocerlos y aplicarlos cotidianamente, pero también mucho es lo que nos falta.
La problemática que actualmente constituye la violencia de género (Ley N° 26485 “Ley de protección integral para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres en los ámbitos en que desarrollen sus relaciones interpersonales”) aún hoy significa para las mujeres un derecho pendiente. Si bien tenemos una Ley que nos ampara con su respectiva reglamentación, día a día nos enfrentamos con una realidad lejana a su cumplimento efectivo.
Las múltiples resistencias culturales a la paridad entre varones y mujeres se expresan en los tipos de relaciones sociales y en los diferentes mecanismos que conducen a perpetuar la desigualdad. Revertir esta situación o subvertir el orden social que (re)produce las relaciones desiguales de poder necesariamente implica librar una gran batalla cultural y simbólica. Este desafío nos convoca a explicitar los distintos tipos de violencias nombradas en la Ley, cada vez que las vemos, las escuchamos y las sentimos en expresiones verbales y corporales, dichos, mensajes comunicacionales, entre otros. Esto también implica, denunciar cuando nos muestran como un objeto sexual, o una mujer “superpoderosa”, o una madre excesivamente sacrificada, o las únicas que nos debemos ocupar de las tareas domésticas.
Empezar a reconocer y nombrar los distintos actos de violencia es una forma de socavar las bases que sustentan y legítiman cotidianamente hechos de violencia.
Por eso, las y los convoco a continuar la batalla que nos posibilite la construcción de nuevas realidades en las que la violencia de género sólo sea un pésimo recuerdo.